En 2013, el mismo año en que Jorge Mario Bergoglio se convirtió en Francisco, el actor italiano Toni Servillo protagonizó dos películas. En La gran belleza representa a un periodista elegante, decadente y descreído que se mueve como pez en el agua por una Roma a su imagen y semejanza.
En Viva
la libertad, Servillo se desdobla. Interpreta a un político cansado
y serio que, cuando se da a la fuga acosado por las intrigas, el partido lo
cambia por su hermano gemelo, un tipo divertido y sin prejuicios que dice en
los mítines verdades como puños, haciendo renacer en sus perplejos votantes la
fe en la política.
Francisco
aterrizó una tarde de marzo en la Roma de La gran belleza —cardenales en Mercedes, obispos
aficionados a los juegos de poder— y, ante la encrucijada que se le abría bajo
el balcón de la plaza de San Pedro —hacer de papa corriente o refundar una
Iglesia enferma—, miró a la gente, sonrió y dijo: “No os olvidéis de rezar por
mí”.
Le
iba a hacer falta. Algo dentro de sí había cambiado en los escasos metros que
separan la Capilla Sixtina de la llamada “habitación de las lágrimas”, la
sacristía donde, como marca la tradición, dejó su ropa de cardenal y se vistió
con la sotana blanca de papa.
Dicen
quienes lo trataron durante sus años de arzobispo de Buenos Aires y lo siguen
frecuentando ahora que Jorge Mario Bergoglio no parece el mismo, como si —al
igual que sucede en la película Viva la libertad—lo
hubiesen cambiado por un hermano gemelo, si acaso con unos kilos de más. “Allí
tenía cara de velorio”, asegura Mariano Fazio, argentino y vicario general del
Opus Dei, “y ahora tiene una sonrisa permanente”. Pero no solo.
Cuando,
en sus tiempos de arzobispo, Bergoglio no tenía más remedio que venir a Roma,
lo hacía de mala gana, se quedaba los días imprescindibles y apenas se le
conocía más actividad social que la caminata entre su alojamiento en Vía della
Scrofa y los palacios del Vaticano al otro lado del Tíber. Si a eso se une que,
durante el cónclave de 2005 en el que fue elegido Joseph Ratzinger,
Jorge Mario Bergoglio rechazó voluntariamente su posible candidatura, parece
claro que el ahora papa comulgaba con el dicho de “Roma veduta, fede perduta
(Vista Roma, perdida la fe)”. El Gobierno de la Iglesia le parecía un arrogante
velero destinado al naufragio. Ahora, en cambio, se le ve feliz al timón, y su
frenética actividad —pública y privada—tiene un fin muy claro: reflotar la
Iglesia recuperando el discurso de Jesucristo. Cueste lo que cueste. Contra
viento y marea.
Lo
primero y más difícil de la tarea es cambiar el Vaticano. No las finanzas
siempre tenebrosas del IOR. Ni los distintos dicasterios para que la oxidada
burocracia se vuelva eficaz —a Juan XXIII le preguntaron: “¿Cuánta gente
trabaja en el Vaticano?”, y “el papa bueno” respondió: “Aproximadamente, la
mitad”—. Ni siquiera está siendo lo más difícil para Bergoglio cambiar las
leyes internas para que la hasta ahora decorativa justicia vaticana —el fingido
proceso al mayordomo de Joseph Ratzinger es el ejemplo más claro— ponga de una
vez contra las cuerdas a los pederastas con sotana.
Lo
que le está resultando más complicado al papa argentino es cambiar una
mentalidad construida para no cambiar. Una poderosa red de vanidades de color
púrpura —la casta vaticana— que aprovechó la larga enfermedad de Juan Pablo II y la incapacidad para mandar de
Benedicto XVI para manejar la Iglesia como tecnócratas ajenos a las
preocupaciones de la gente.
Solo
la renuncia desesperada de Ratzinger —“las aguas bajaban agitadas y Dios
parecía dormido”, dijo a modo de testamento— hizo posible un cambio que
Francisco inauguró a través del lenguaje. Del latín al román paladino. Su forma
de hablar, sencilla, directa, sus frases que señalan sin rodeos el dolor de los
olvidados y la insolidaridad del poder, inició una revolución que, dos años
después, no deja de crecer. Como Barack Obama subrayó, su liderazgo moral no
solo atañe a los cristianos.
Y
empezó a levantarse el día que, sobre un altar construido con los restos de los
naufragios, clamó en Lampedusa contra la globalización de la indiferencia:
“¿Quién de nosotros ha llorado por las jóvenes madres que llevaban a sus hijos
sobre las barcas?”. Desde aquel viaje iniciático, Bergoglio no se ha apartado
de la periferia. Y, durante su visita a Río de Janeiro, Francisco pronunció
unas frases que pueden ayudar a entender la encíclica sobre ecología —un duro
alegato a favor de la tierra y en contra de quienes la usurpan— y buena parte
de su comportamiento heterodoxo.
En
el vuelo de regreso a Roma, un periodista le preguntó si no había sentido miedo
al viajar en un coche tan pequeño, con la ventanilla abierta y sin apenas
protección —la escolta se metió en un callejón sin salida y la gente lo rodeó—.
El papa Francisco respondió: “La seguridad es fiarse de un pueblo. Siempre
existe el peligro de que un loco haga algo, pero la verdadera locura es poner
un espacio blindado entre el obispo y el pueblo. Prefiero el riesgo a esa
locura”. Bergoglio es consciente de que cambiar la Iglesia de forma radical,
poner al Vaticano de parte del pueblo y no del poder, utilizar una encíclica
para denunciar los abusos de los más ricos de la tierra, tiene mucho de riesgo
y algo de locura.
Hay
cardenales que miran a Bergoglio como los jerarcas del viejo partido de la
película Viva la libertad miraban al hermano gemelo de su líder desaparecido:
con desconfianza, llegando a dudar de que estuviera en sus cabales. No saben
adónde quiere llegar ni siquiera si lo conseguirá. Pero ven que allá abajo, en
la plaza de San Pedro y sobre todos los telediarios del planeta, la gente ha
vuelto a escuchar.