Puerto Príncipe, Haití, se ha convertido en la capital mundial del secuestro. Hace más de una semana, 17 personas de un grupo misionero con sede en Estados Unidos fueron secuestradas, el ataque flagrante más reciente de este tipo.
En
abril, un grupo de secuestradores interrumpió un servicio evangélico que se
transmitía en vivo por Facebook para capturar al pastor y a tres feligreses.
Pocos días después, en otro evento, cinco sacerdotes católicos, dos monjas y otras tres personas fueron capturadas mientras se dirigían a un servicio religioso en un suburbio al norte de Puerto Príncipe. Fueron liberados después de tres agonizantes semanas.
Estos eventos muestran el poder y el aplomo en aumento de las bandas armadas de Haití.
Mientras tanto, los problemas internos de Haití siguen creciendo. La nación todavía está sufriendo una crisis política no resuelta tras el asesinato del presidente Jovenel Moïse en julio y las consecuencias humanitarias de un terremoto en agosto. Pero hasta que el gobierno haitiano logre controlar el crimen y llevar a las pandillas ante la justicia, el restablecimiento del orden constitucional y la recuperación humanitaria y económica del país seguirán siendo difíciles de alcanzar.
Es una
tarea muy complicada para un Estado que apenas funciona. Y a pesar de una
historia de intervenciones fallidas en Haití, los actores externos influyentes
tienen un papel en todo esto. Proteger y brindar ayuda humanitaria, apoyar a
las fuerzas del orden público de Haití, con inteligencia y planificación de
operaciones, e invertir en comunidades marginadas para prevenir el
reclutamiento de las pandillas, son áreas en las que los actores
internacionales pueden hacer una diferencia.
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